On the metro, I have to ask a young woman to move the packages beside her to make room for me;
she’s reading, her foot propped on the seat in front of her, and barely looks up as she pulls them to her.
I sit, take out my own book—Cioran, The Temptation to Exist—and notice her glancing up from hers
to take in the title of mine, and then, as Gombrowicz puts it, she “affirms herself physically,” that is,
becomes present in a way she hadn’t been before: though she hasn’t moved, she’s allowed herself
to come more sharply into focus, be more accessible to my sensual perception, so I can’t help but remark
her strong figure and very tan skin—(how literally golden young women can look at the end of summer.)
She leans back now, and as the train rocks and her arm brushes mine she doesn’t pull it away;
she seems to be allowing our surfaces to unite: the fine hairs on both our forearms, sensitive, alive,
achingly alive, bring news of someone touched, someone sensed, and thus acknowledged, known.
I understand that in no way is she offering more than this, and in truth I have no desire for more,
but it’s still enough for me to be taken by a surge, first of warmth then of something like its opposite:
a memory—a girl I’d mooned for from afar, across the table from me in the library in school now,
our feet I thought touching, touching even again, and then, with all I craved that touch to mean,
my having to realize it wasn’t her flesh my flesh for that gleaming time had pressed, but a table leg.
The young woman today removes her arm now, stands, swaying against the lurch of the slowing train,
and crossing before me brushes my knee and does that thing again, asserts her bodily being again,
(Gombrowicz again), then quickly moves to the door of the car and descends, not once looking back,
(to my relief not looking back), and I allow myself the thought that though I must be to her again
as senseless as that table of my youth, as wooden, as unfeeling, perhaps there was a moment I was not.
En el metro.En el metro tengo que pedirle a una joven que mueva sus paquetes para hacerme sitio.
Está leyendo con el pie apoyado en el asiento de enfrente y apenas levanta la vista al acercarlos.
Me siento, saco mi propio libro (Cioran,
La Tentación de Existir) y noto como levanta la vista del suyo
para posarla en el título del mío y, después, como dice Grombowizc, "se afirma psicológicamente", es decir,
se hace presente de un modo que no lo había estado antes: aunque no se ha movido, se ha permitido
hacerse más clara, más accesible a la percepción de mis sentidos y no puedo evitar reparar
en su gran figura y su piel bronceada (del modo literal en que las jovenes rubias pueden verse a finales del verano).
Se recuesta y mientras el tren se balancea y su brazo roza el mío no lo aparta.
Parece permitir que nuestras superficies se unan: los vellos finos de ambos antebrazos, sensibles, vivos,
dolorosamente vivos, traen noticias de alguien tocado, de alguien sentido y, reconcido así, conocido.
Entiendo que ella no ofrece más que eso y ciertamente no deseo más,
pero aún así es suficiente para mí y me veo sorprendido como por una oleadad, caliente primero, después por algo como su opuesto:
un recuerdo, una muchacha a la que amaba desde lejos, desde el otro lado de la mesa en la biblioteca de la escuela,
yo pensando que se tocaban nuestros pies, que se tocaban de nuevo y, después, con toda la ansiedad que sentía en ese roce,
darme cuenta de que no era su piel la que mi piel había tocado ese tiempo radiante sino una pata de la mesa.
la joven de hoy aparata su brazo, se para, se balancea en los bandazos del tren
y al pasar frente a mí roza mi rodilla y otra vez hace eso de afirmar su ser corporal
(Grombrowicz otra vez), después se dirige con agilidad a la puerta del vagón y desciende sin mirar atrás,
(sin mirar atrás para mi alivio) y me permito pensar que aunque para ella debo ser
tan insensible como la mesa de mi juventud, tan de madera, tan inesentida,
quizá hubo un momento en que no lo fui.