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28 agosto 2005

Campeonato mundial de taxidermistas

Esto no es un cuento ni una obra de ficción. La encontré en Letras Libres España y vale la pena.


¿Puede existir en el mundo una competencia que premie a quien logre que un animal muerto luzca como vivo? Un millar de taxidermistas se reúnen en Estados Unidos para probar las más novedosas técnicas de costura, escultura, pintura y peluquería en busca del más perfecto Frankenstein animal. La autora de El Ladrón de Orquídeas (Anagrama) explora este zoológico surrealista, un negocio que produce más de quinientos millones de dólares al año.
Apenas se inauguró el Campeonato Mundial de Taxidermia 2003, las cabezas rodaron hasta la puerta. Había zorros y alces y pavos salvajes congelados, patos y búfalos y ardillas listadas y lobos, comadrejas y gatos monteses y grajillas, peces grandes y pequeños y jabalíes de lomo pelado. Los ciervos dispuestos en manadas, en carruajes y sobre plataformas: docenas y docenas de colas blancas y corzos. Ciervos por la mitad, ciervos completos y ciervos con deformidades, estornudando, frunciendo el ceño, haciéndose arrumacos y bostezando, masticando manzanas y mordisqueando hojas. Había millones de ojos: cajas y tazones repletos, algunos pequeños como lentejas y otros tan grandes como huevos escalfados. Había maniquíes de animales con la cara pelada, sin ojos ni orejas y completamente calvos: fantasmagóricos duikers grises y espectrales martas de pino y patos de pecho negro que parecían de otro mundo. Todo un salón de exhibiciones fue abarrotado de equipos, el material necesario para hacer que algo muerto vuelva a la vida: narices de repuesto para osos pardos, dientes falsos para castores, crema de aletas de pescado, arcilla para rellenar y agujas para tapicería.

El campeonato se realizó en el Hotel Crowne Plaza de Springfield, Illinois, ese tipo de lugar de encuentro que luce más apropiado para conferencias y cenas de motivación para vendedores regionales que para albergar lobos en los corredores y a gente que cruza su sala de estar gritando: "¡Manos arriba, que viene un búfalo!". Un millar de taxidermistas llegaron a Springfield para someter sus mejores piezas al jurado y para asistir a seminarios estilo "Montaje de aves acuáticas voladoras", o "Ciervo cola blanca ¡de un maestro!", o "Cómo usar una máquina de carne". En la sala de estar del hotel, frente al mostrador de la recepción, se había dispuesto un área de preparación. Los taxidermistas estaban inclinados sobre sus animales, provistos de luces especiales para supervisar partes problemáticas como los lagrimales o las fosas nasales, y de cepillos de dientes para arreglar el pelaje revuelto. La gente merodeaba en los alrededores, saludando a taxidermistas amigos a los que no veían desde las últimas competencias y conversando sobre la materia.

—La acetona frotada sobre una cola de ardilla hace que se doble hacia atrás.

—Los dedos de la pata son muy importantes en una pieza auténtica de competencia. Creo que la marca Bondo funciona bien, lo mismo que Súper Goma.

—Conocí a un amigo que tenía ganado y le dije: "Si alguna vez tienes a un recién nacido, me gustaría llevármelo". Imaginaba que serviría para preparar una muy buena pieza.

—Creo que es bastante difícil hacer una buena lengua.

Que exista un campeonato de taxidermia es algo para asombrar. No sólo para la gente que nunca ha usado un "desengrasador de patos de aplicación suave", sino también para los propios taxidermistas. Durante mucho tiempo guardaron reserva sobre su profesión. La taxidermia, esa representación tridimensional de animales para su exhibición permanente, existía desde el siglo xviii, pero sólo fue popularizada por los victorianos, que se entusiasmaban ante cualquier prueba de un viaje exótico y ante cualquier representación domesticada de la vida silvestre: una miniatura de la selva tropical sobre la mesa del té, el antílope disecado para la puerta principal. Los taxidermistas originales fueron tapiceros que curtían las pieles de los trofeos de caza y luego las rellenaban con harapos y algodón hasta que tomaban su forma y tamaño original. Esas molduras iniciales eran rígidas y simples, y carecían de la menor expresividad. La práctica se hizo también popular en Estados Unidos: en 1882 ya había una Sociedad Estadounidense de Taxidermistas, que mantenía reuniones anuales y publicaba reportes especializados, sobre todo acerca del método de preparar animales para exhibirlos en museos. A medida que la taxidermia sirvió para preservar animales salvajes y facilitó su estudio fue considerada como un negocio honorable, aunque mucha gente la observaba con recelo.

¿Y cómo no iban a estar recelosos? Era el negocio de comercializar cosas muertas, lo que se sumaba a la cuestionable práctica de hacer que esas cosas muertas lucieran como si estuvieran vivas. A pesar de su valor científico, la taxidermia fue considerada un arte oscuro, un negocio particular subsidiario de la brujería y el vudú. A inicios del siglo xx, taxidermistas como Carl E. Akeley, William T. Horneday y Leon Pray refinaron sus técnicas y empezaron a poner énfasis en el acabado artístico. Mientras más técnicas de taxidermia se difundían, mayor era la desconfianza que generaban: en lugar de las cabezas de alce rellenas, tan poco artísticas que lucían falsas, había incontables gatos monteses tan inmaculada y perfectamente conservados que asustaban a cualquiera.

En las décadas siguientes, la taxidermia sobrevivió en la marginalidad: unos cuantos practicantes aquí y allá, por lo general autodidactas y conocidos sólo por recomendación.
Entonces, a fines de la década de 1970 se produjo una gran transformación: el negocio empezó a lucir más limpio y menos truculento —o quizá, en esa época morbosa y desordenada, la cultura popular comenzó a apreciar de nuevo al desordenado y morboso negocio de disecar animales para su exhibición—. Una irónica reinterpretación de la desordenada y burguesa época victoriana, y su tensa yuxtaposición de lo natural y lo creado por el hombre entró en apogeo: ¿qué hippie radical no tuvo un búho disecado o una cabeza de alce cubierta con un mantón de seda? Así una vez más la taxidermia se hizo de un lugar a la vista pública. Casas especializadas produjeron nuevos solventes y mejores compuestos para el curtido de pieles, trajeron nuevos maniquíes de peso ligero y produjeron nuevas resinas y arcillas. Se abrieron escuelas de taxidermia. Antes de eso, un aspirante a taxidermista podía sólo aprender el negocio como aprendiz de otro o tomando algún curso por correspondencia. En 1971 se formó la Asociación Nacional de Taxidermia (la antigua Sociedad se había desintegrado mucho antes). Tres años después, la revista comercial Taxidermy Review empezó a auspiciar los campeonatos nacionales. Por primera vez los taxidermistas tuvieron la oportunidad de conocerse unos a otros y de intercambiar consejos sobre cómo pegar lenguas en las mandíbulas o cómo medir apropiadamente el cuerpo de una ardilla.

Las competencias fueron también la primera ocasión en que los taxidermistas pudieron comparar sus habilidades y ver quién en el negocio podía esculpir las mejores cabezas de alce o capturar la expresión ideal de un coyote merodeador. La habilidad taxidérmica radica en la eficiencia de uno para desollar un animal, extender su piel sobre un maniquí y luego coserla. Los taxidermistas más avanzados esculpen sus propios maniquíes. De otro modo tendrían que comprar una forma de espuma de poliuretano y tallar la piel para cubrirla. Las partes del cuerpo que no pueden ser preservadas —orejas, ojos, narices, labios y lenguas— pueden también ser compradas o hechas a mano. La apariencia de la pieza, es decir si luce viva, radica en cuánto ha estudiado el taxidermista su material de referencia (fotografías, dibujos y animales vivos), de modo que él o ella conozca la criatura al derecho y al revés.

Para ser un buen taxidermista.... (el resto esta en www.letraslibres.com en la edición española)

—Traducción de David Hidalgo