Por cortesía de la revista "Funes"
(Ahora no tengo a mano los datos de contacto, pero los posteo mañana. La revista vale la pena. Es una traducción hecha hace algún tiempo, pero que hasta ahora se publicó. Gracias, Sergio).
Lolita a los cincuenta
Steve Martín*
Lolita Haze, ahora Guccioni (aunque ahora soltera), ladeó en ángulo el carro del supermercado y se inclinó para recoger la botella de suavizante que su andar bamboleante había mandado al suelo. “Permítame”, fantaseó uno de los almacenistas y Lolita, observando tras sus lentes oscuros, respiró, “Yo la recojo”.
La multitud de costumbre se había reunido en uno de los extremos del pasillo, sabiendo que Lolita misma recogería la botella, aunque la mejor perspectiva era la del cajero: el cerrarse como de acordeón del cuerpo, las rodillas juntas y los tobillos separados, sus brazos alargándose más al inclinarse y el sutil cambio al traslucente de la minifalda amarilla al estirarse en respuesta al cansado inclinarse. Un escalofrío recorrió la jerarquía del supermercado, del almacén a la oficina del director. Hasta la cámara de seguridad se detuvo a mitad de su recorrido.
Al enfilar ella hacia las cajas un cajero adolescente, apenas ascendido, escondió rápidamente el anuncio de diez artículos o menos esperando que Lolita fuera a su caja. Al pagar, con un ritmo caracolesco, estampó delicadamente su firma con una “i” puntuada por un corazón, acción que tenía tres propósitos: el primero firmar el cheque, el segundo el inclinarse tres cuartos, acción que causó el movimiento nervioso de los ojos del cerillo y el tercero levantar la parte trasera de la blusa unas cuantas pulgadas por encima de la mini amarilla creando una esfera de influencia de trescientos sesenta grados.
Ya en el estacionamiento Lolita se dirigió a su Miata amarillo, apoyando en el asfalto apenas el tacón de su zapato, medio incrustado, usando la punta para impulsarse. Un sudoroso jovencito de trece años cargó sus bolsas en la cajuela. Deslizó su desgarbado andar en jarras (Lolita raras veces no estaba en jarras; de hecho, su tercer marido, Mark, afirmaba que en cualquier momento una parte escogida al azar de su cuerpo siempre estaría maliciosamente acodada a otra) y fue a la deriva hasta la bolsa de plástico repleta de manzanas tan perezosamente que incluso tras terminar el corto trecho éste parecía no haber acontecido. Alzó la bolsa, también perezosamente, en un puño cerrado y la apoyó en el revés de su alzado antebrazo, arrojó la bolsa a la cajuela con un giro de los detenidos pies y le tendió un dólar al muchacho de mirada atónita. Al leer el nombre en su gafete, levantó los ojos y lo obsequió con un “gracias, Rory”.
El muchacho replicó, “Gracias a usted, señora..., señora...”.
“Lo-li-ta”, articuló ella. Una columna de sudor bajo por ela espalda del muchacho y entró a la pubertad.
*Si el mismo actor de las películas basura (y algunas no tanto) que resulta ser un escritor bastante decente.
Lolita a los cincuenta
Steve Martín*
Lolita Haze, ahora Guccioni (aunque ahora soltera), ladeó en ángulo el carro del supermercado y se inclinó para recoger la botella de suavizante que su andar bamboleante había mandado al suelo. “Permítame”, fantaseó uno de los almacenistas y Lolita, observando tras sus lentes oscuros, respiró, “Yo la recojo”.
La multitud de costumbre se había reunido en uno de los extremos del pasillo, sabiendo que Lolita misma recogería la botella, aunque la mejor perspectiva era la del cajero: el cerrarse como de acordeón del cuerpo, las rodillas juntas y los tobillos separados, sus brazos alargándose más al inclinarse y el sutil cambio al traslucente de la minifalda amarilla al estirarse en respuesta al cansado inclinarse. Un escalofrío recorrió la jerarquía del supermercado, del almacén a la oficina del director. Hasta la cámara de seguridad se detuvo a mitad de su recorrido.
Al enfilar ella hacia las cajas un cajero adolescente, apenas ascendido, escondió rápidamente el anuncio de diez artículos o menos esperando que Lolita fuera a su caja. Al pagar, con un ritmo caracolesco, estampó delicadamente su firma con una “i” puntuada por un corazón, acción que tenía tres propósitos: el primero firmar el cheque, el segundo el inclinarse tres cuartos, acción que causó el movimiento nervioso de los ojos del cerillo y el tercero levantar la parte trasera de la blusa unas cuantas pulgadas por encima de la mini amarilla creando una esfera de influencia de trescientos sesenta grados.
Ya en el estacionamiento Lolita se dirigió a su Miata amarillo, apoyando en el asfalto apenas el tacón de su zapato, medio incrustado, usando la punta para impulsarse. Un sudoroso jovencito de trece años cargó sus bolsas en la cajuela. Deslizó su desgarbado andar en jarras (Lolita raras veces no estaba en jarras; de hecho, su tercer marido, Mark, afirmaba que en cualquier momento una parte escogida al azar de su cuerpo siempre estaría maliciosamente acodada a otra) y fue a la deriva hasta la bolsa de plástico repleta de manzanas tan perezosamente que incluso tras terminar el corto trecho éste parecía no haber acontecido. Alzó la bolsa, también perezosamente, en un puño cerrado y la apoyó en el revés de su alzado antebrazo, arrojó la bolsa a la cajuela con un giro de los detenidos pies y le tendió un dólar al muchacho de mirada atónita. Al leer el nombre en su gafete, levantó los ojos y lo obsequió con un “gracias, Rory”.
El muchacho replicó, “Gracias a usted, señora..., señora...”.
“Lo-li-ta”, articuló ella. Una columna de sudor bajo por ela espalda del muchacho y entró a la pubertad.
*Si el mismo actor de las películas basura (y algunas no tanto) que resulta ser un escritor bastante decente.
1 Comments:
At 6:33 a. m., RicardoColunga said…
Divertidisisisisisisisisisisismo!!!! Gracias mil.
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